01 septiembre 2010

Román inside me ( 1 )

Más que una simple tristeza o una crisis, es una enfermedad mental que se agrupa dentro de los llamados trastornos afectivos o del ánimo. Sus manifestaciones, evolución y pronóstico, así como sus causas fisiológicas, se conocen y tienen un tratamiento eficaz.

El nudo es sencillo, corre bien, no se atora ni se aflojará con el peso. No es el nudo que cierra la lazada en espiral, como en las películas, el cual delata de inmediato su siniestro uso. Román no está pensando en películas. Aprendió a hacer ese tipo de nudos con los Boy Scouts. Tampoco está pensando en eso.
Por la ventana de su recámara puede ver un cielo limpio, con dos o tres nubes lejanas que brillan al reflejo de la luz que muere en el horizonte.

También se le había ocurrido tirarse de cabeza por la ventana. Pero el horror de oír el estallido de su cráneo al romperse contra el piso, la posibilidad de no alcanzar el objetivo final y quedar lisiado, hicieron que desechara esa idea. Igual descartó, por inseguros, otros procedimientos, como cortarse las venas o tomar un montón de medicamentos.

Sin detenerse a ver las nubes ni las ramas mecerse con el viento, Román tensa la cuerda. No duda que soportará su peso: es la cuerda que usó para rapelear en las últimas salidas con el grupo de los Boy Scouts. Desde entonces ha pasado más de un año (hoy tiene 17), y en los días recientes, cuando ha pensado en esos campamentos, le parecen tan lejanos... como si hubiera sido en otra vida. Ya no se reconoce en ese Román alegre y emprendedor que siempre estaba de broma. Era el primero en levantarse. Cuando sus compañeros despertaban, él ya había avivado la fogata y estaba preparando café. No era por obligación que Román preparaba casi todo antes de que los demás estuvieran de pie. El acuerdo originalmente era que se turnaran. Pero Román se impacientaba y prefería hacerlo él mismo siempre que podía, para aprovechar el tiempo. Le gustaba iniciar la caminata temprano, y si había que rapelear, hacerlo antes de que el Sol estuviera muy alto. No por nada le decían Román “el movido”. Ahora no se ocupa de esos recuerdos. Con manos temblorosas, termina de comprobar que el nudo funcione. Tiene prisa. No hay nadie en casa y tendrá por lo menos dos horas antes de que regresen su hermano y sus padres. Ellos sí habían notado los cambios en Román desde hacía dos o tres meses. Cuando el médico le preguntó desde cuándo se había sentido cambiado, primero le pareció que ese doctor estaba loco, que él siempre había sido así, como es. Entonces recordó que, precisamente unos días antes, él mismo había llegado a la conclusión de que su vida ya no era igual. Le parecía intolerable desde hacía más de dos semanas. Meses atrás, cuando cambió de escuela y tuvo que dejar el grupo Clan de los Boy Scouts, se había tornado hosco y no quería ver a nadie. Al principio sus padres no le dieron mucha importancia a este cambio. Pensaron que era natural, que todos los adolescentes son irritables, huraños y desconfiados.

Su madre se alarmó cuando vio que Román se negaba a salir con los amigos y que se la pasaba dormido la mayor parte del día, mientras que por la noche deambulaba buscando el sueño por los rincones de la casa. La imagen de esa sombra sufriente que recorría pasillos y estancias en busca de un lugar apacible para descansar hizo que la madre de Román recordara a su propia madre, que a los 45 años empezó a dormir durante el día y vivir de noche, sin hablar con nadie, taciturna hasta el día de su prematura muerte. Horrorizada, urgió a su esposo que aceptara buscar un psiquiatra que ayudara a su hijo.

Luis, el hermano, que ya había superado la adolescencia, sabía que lo de Román no era simple apatía. Sabía, por haberlo vivido recientemente, que por más que uno se ponga huraño y malhumorado, mantiene buenas relaciones con los amigos y que, fuera de casa, uno se puede divertir. Que siempre hay algo que te mueve, algo que te mantiene conectado a la vida: una novia, un pasatiempo. Román había perdido todo eso. Sin embargo, aunque Luis lo sabía, no lo decía. Era como si hubiera visto algo de pasada, algo a lo que no se le da importancia. Cuando el médico les explicó que con la depresión se pierde todo interés y que lo único que se desea es la soledad o la muerte, Luis lo vio con claridad.

El nudo está firme, corre bien y la cuerda soporta el peso. Ya antes de encontrar la cuerda de rapelear se le había ocurrido que desde el barandal de la doble altura que tiene la estancia de su departamento se podría sujetar la cuerda. No podía fallar. Mientras camina hacia el barandal, siente que se mueve despacio, como si se tratara de una película en cámara lenta, y percibe con mayor claridad las emociones que le han hecho la vida imposible en los últimos días. Está pálido y sudoroso, siente latir su corazón acelerado y con fuerza. Sin pensarlo, se lleva la mano izquierda al cuello y palpa, tembloroso, el lugar que deberá aprisionar la cuerda. Sacude la cabeza, como para alejar un mal pensamiento. Luego se dice: no tengo de otros, todos mis pensamientos son malos. No sirvo para nada, soy un inútil. Regresa, confundido, a su recámara. Se detiene en el umbral y mira con atención hacia la cama, como si buscara algo muy importante. No busca nada, sólo ve las sábanas enredadas y el cojín con las huellas de las noches de insomnio que lo aplastan. La cama lleva días sin hacer y ahora Román observa este espectáculo como si fuera una novedad. Un escalofrío le recorre la espalda. Román desvía la vista, haciendo una mueca que pretende ser sonrisa. Intenta retomar el hilo de sus pensamientos: ¿A qué venía?... no sé… algo se me olvida… ¿dejar una nota? Siente nuevamente el latir apresurado de su corazón. Le falta el aire, se acerca a la ventana, pero es inútil: la respiración no mejora y el temblor se ha instalado nuevamente. Otra vez la crisis, piensa, volveré a perder el control, ya no sé qué hacer. Me ahogo, me falta el… Puede ser un infarto esta vez… me duele el pecho… y si mejor me arrojo por la ventana… de una vez, acabar ya… Se pasea de arriba abajo en la recámara, patea un zapato, quisiera alejarse de ahí. ¿Alejarme adónde? Se recrimina estar pensando lo mismo de siempre. Huir, esconderse, o mejor desaparecer. Jadea. Desesperado, azota la cuerda contra el piso y súbitamente la crisis empieza a amainar. Con las piernas separadas, los brazos caídos, desfalleciente y mirando la cuerda a sus pies, retoma un ritmo sosegado de respiración y se siente nuevamente dueño de sus pensamientos. “Crisis de ansiedad” dijo el doctor. ¿De qué me sirve saber cómo se llaman si no las puedo evitar? Se deja caer sobre la cama y, más tranquilo, sigue haciéndose reproches. Parece que es la única actividad en la que logra concentrarse.

No sólo mi rendimiento en el estudio es malo, sino que ni me interesa, siento que es perder el tiempo ir a escuchar a los maestros que hablan de quién sabe qué. Ya ni mis amigos me hablan. Bueno, ¿cómo me van a hablar si yo no les tomo la llamada, y cuando han venido a buscarme no salgo de mi cuarto y hago que Luis o mi mamá los despidan? Eso me lo hizo notar el médico al que fuimos a ver ayer, pero ¿cómo voy a querer ver a esos idiotas que se la pasan riendo de babosadas incomprensibles para mí? Y el tarado de Roberto: que si me doy un toque, con eso se me pasa. “¿Se me pasa qué?”, le dije bien encabronado. “Pues la mala vibra que te traes, güey”, me respondió con aires de suficiencia, como si lo supiera todo. Y ahí estoy yo de menso aceptando el toque, que me puso peor que nunca, hasta con la paranoia de que la policía nos estaba buscando y todo mundo viéndome en la calle como si acabara yo de matar a alguien. Desde entonces ya no quise ver a nadie y me di cuenta de que nada vale la pena y lo mejor es morir.

No es que realmente Román quiera morir, pero no ve otra salida, y sobre todo siente que algo lo empuja a hacerlo, aun en contra de su voluntad. Ya se lo dijo al médico. Ayer, cuando él le preguntó, lo hizo sin rodeos, como quien pregunta la hora: “¿Y has pensado en matarte?” Normalmente esa pregunta le hubiera sentado en el hígado. Pero no, se sintió aliviado, como si le quitaran un peso de encima. Luego, el médico preguntó cómo, cuándo, con qué. No le quiso decir todo, pero sí le prometió que no se mataría. No supo por qué, pero lo prometió. Quizá porque de veras no quiere morir.

¡Ya no aguanto la pinche angustia! ¡Lo tengo que hacer!, y ahora con todo mundo cuidándome no será fácil. Lo tengo que hacerya ni duermo, no como, estoy en los huesos; luego siento que me falta el aire y quiero echarme a correr, así no se puede. Así no se puede vivir.

Durante la mañana estuvo bastante más tranquilo. Se dijo que hablar con el médico había servido de algo y por algunas horas ya no pensó en morir. Cuando supo que estaría solo parte de la tarde, esas ideas volvieron a asaltarlo. Al principio luchó contra ellas, recordando las cosas que el médico le había dicho sobre la depresión, pero su tendencia al pesimismo le hacía refutar amargamente toda la información. ¡A mí qué me importa que el 5% de la población sufra de este mal! ¡Yo no quiero ser de ese 5%! ¿Por qué yo? ¿Nada más porque mi abuela también lo sufrió? ¿Y porque otros dos o tres miembros de la familia también lo tuvieron? ¡No es justo, yo no escogí esto! Entonces pensó nuevamente en matarse.

Antes de buscar la cuerda en su clóset ya había repasado todo lo que el médico le había dicho el día anterior: que la depresión es una enfermedad, que en los adolescentes es más fatiga, desgano, falta de deseos e irritabilidad y violencia que tristeza y ganas de llorar. Pues sí, puede que tenga razón el doctor, pero eso no me quita el impulso que me lleva a matarme, había pensado por la mañana Román, en un diálogo consigo mismo que armó con el recuerdo de la consulta del día anterior. De esa manera buscaba convencerse de aguantar y no matarse, como le había prometido al médico. Pero todo era inútil, el deseo de morir iba ganando terreno ya hacia medio día. Román apretó los ojos lo más fuerte que pudo y meciéndose, como quien lleva el ritmo de una canción, trató de recordar las cifras que sobre la depresión le había dado el médico. Repitió en voz alta, casi a gritos: ¡El 5% de la población sufre depresión! ¡El 10% de quienes la padecen termina suicidándose! Román repitió una y otra vez esta información a manera de ensalmo, para no pensar en su propio suicidio. Y como consuelo también pensó: ¡El 70% de los deprimidos responden bien al tratamiento antidepresivo, y se recuperan! Sí, había concluido con desconsuelo, pero eso quiere decir que el 30% no responden bien al tratamiento, ¡y yo podría estar en ese grupo de desahuciados! El doctor no había dicho que fueran desahuciados. Dijo más bien que eran casos de depresión resistente y que, con tratamientos especiales, podrían responder. Pero Román pensó que no era verdad, que ésos ya no tienen remedio.
Las cifras de la depresión


Por iniciativa de la Organización Mundial de la Salud, en el año 2000 se realizó una encuesta en varios países, México incluido, para determinar de manera más objetiva el grado de afectación de la salud mental en la población general. En México se llevó a cabo la Encuesta Nacional de Epidemiología Psiquiátrica (ENEP). Esta encuesta se realizó casa por casa, en hogares seleccionados aleatoriamente en diversas regiones del país. Las entrevistas se hicieron en la población general de entre 18 y 65 años de edad. Se utilizó un método estadístico que permite generalizar los resultados. Éstos se publicaron en agosto de 2003 en la revista Salud Mental, del Instituto Nacional de Psiquiatría “Ramón de la Fuente”. He aquí algunos de los hallazgos: Tres de cada 10 mexicanos han sufrido alguna enfermedad mental a lo largo de su vida; tres de cada 20 la ha sufrido en el último año y uno de cada 20 la sufre en los presentes 30 días. La atención que recibe esta inmensa población de enfermos es mínima. Sabemos, por ejemplo, que de los casos de depresión mayor, sólo el 20 % busca ayuda profesional.

 
A lo largo de la vida hay dos picos en el número de casos de depresión mayor que se presentan anualmente: a los 17 y a los 35 años. Esto significa que en estas edades, por razones aún no aclaradas del todo, hay mayor riesgo de que se presente un episodio depresivo.




En la revista Salud Pública de México se publicó otro artículo (No.5, sep-oct de 2004), también a partir de la información de la ENEP, que nos informa que el 2% de la población, es decir, 2 000 000 de personas, tuvieron por primera vez un episodio depresivo mayor antes de los 18 años, y aunque el porcentaje es menor que en otros países (en Estados Unidos algunos estudios reportan hasta un 5%), no deja de ser alarmante.

Nada le quitaba de la cabeza la idea de acabar de una vez por todas; ni la prolija explicación de cómo actúan los medicamentos antidepresivos, ni la promesa de que en dos semanas se empezaría a sentir mejor, ni la oportunidad de regresar a platicar con el médico, quien además le ofreció darle un tratamiento psicológico junto con las medicinas. Román buscó y encontró la cuerda del rapeleo final.

Sentado en la cama y con la cabeza entre las manos, viva imagen de la desesperanza, contempla nuevamente la cuerda que lo invita a continuar su plan. Regresa decidido al barandal y sujeta firmemente la cuerda con un doble nudo. Jala hacia sí, tensando y comprobando la resistencia. De pronto, al comprobar que soporta el peso y que no hay nada que le impida colgarse, con movimientos rápidos desata la cuerda, la enrolla y, casi corriendo, regresa a su recámara. Oculta la cuerda bajo el colchón.

Esa noche, por primera vez en meses, duerme a pierna suelta. No se quiere matar, pero sabe que si no hay más remedio, tiene con qué escapar del suplicio que es la depresión. Es su salida de emergencia. Si lo del doctor no funciona, ya sabe qué hacer. Antes de quedarse dormido desliza la mano bajo el colchón y siente la cuerda, la acaricia como se acaricia una esperanza y eso le ayuda a conciliar por fin el sueño.


Los trastornos afectivos

Román tiene un trastorno depresivo. Es una enfermedad mental que se agrupa dentro de los llamados trastornos afectivos o del ánimo, no una simple tristeza ni una crisis de la adolescencia. Sus manifestaciones, evolución y pronóstico, así como sus causas fisiológicas, se conocen y tiene un tratamiento difícil, pero eficaz. El ánimo está controlado por el sistema nervioso. Diversos circuitos neuronales del cerebro se encargan de regular nuestras emociones. Pocas veces pensamos en esto porque nos parece que el ánimo se controla solo, que depende de cómo nos va en la vida. Si nos va bien estaremos contentos y si no, sufriremos.
El ánimo es un conjunto de reacciones que nos permite adaptarnos a las circunstancias que vivimos. La tristeza es un retraimiento tanto de emociones como de actividad física que nos ayuda a recuperar fuerza y a restablecer nuestro trato funcional con el mundo exterior. La alegría es la evidencia de una relación armónica con nuestro entorno y con nosotros mismos. Los trastornos afectivos ocurren cuando algo afecta el funcionamiento de las células que constituyen los circuitos reguladores del ánimo. La incapacidad de mantener un ánimo que permita funcionar de manera adaptativa con el entorno y consigo mismo constituye el espectro de los trastornos afectivos. El estado de ánimo del afectado puede ir desde la tristeza más profunda hasta la exaltación eufórica.

Según cómo aparecen y evolucionan, los trastornos afectivos se clasifican en cuatro modos básicos, que pueden tener variantes e intensidades diferentes:

Trastorno afectivo bipolar. En este caso el trastorno evoluciona con periodos largos de depresión que se alternan con estados de euforia y aceleración de todos los procesos mentales. Si los síntomas de exaltación anímica son graves, se clasifica como tipo I, si son atenuados se clasifica como tipo II. Aunque ahora se han descrito otras variantes de trastorno bipolar, estas dos formas son las más comunes y bastan para ilustrar el problema.

Trastorno distímico. Se trata de una depresión crónica, no episódica, de por lo menos dos años de duración (en niños y adolescentes la duración mínima para establecer el diagnóstico es de un año), aunque de intensidad leve.

Trastorno ciclotímico. En este caso el ánimo fluctúa de manera constante, por lo menos durante dos años, entre síntomas depresivos y eufóricos, pero con intensidad leve, de manera que no se pude establecer el diagnóstico de bipolaridad o depresión mayor.

Trastorno depresivo mayor. Consiste en uno o más episodios depresivos sin episodios eufóricos. Es el caso de Román, como veremos más adelante. Atendiendo a su origen, los trastornos afectivos pueden ser primarios y secundarios. Los primarios, descritos someramente arriba, tienen su origen en los mismos circuitos reguladores del ánimo y seguramente tienen un importante componente genético. Los secundarios tienen otras causas; así, puede haber un trastorno depresivo secundario a otra causa médica, por ejemplo lupus eritematoso generalizado o hipotiroidismo. También puede ser causado por el uso frecuente de estimulantes o alcohol. Finalmente, también puede haber trastornos afectivos secundarios a otra enfermedad mental, como la esquizofrenia o los trastornos de la personalidad.

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